LA SANTIFICACIÓN

 

Definición

 

Leemos muchas veces en el Antiguo Testamen­to de personas o cosas que fueron «santificadas», o sea: «apartadas para el servicio de Dios», como, por ejemplo, los sacerdotes de la familia de Aarón con todos los utensilios del Tabernáculo. Pa­sando al Nuevo Testamento, encontramos el ver­bo “hagiazo” (santifico) con idéntico sentido en cuanto al oro que adornaba el Templo, y los dones que se colocaban sobre el altar (Mt. 23:17 y 19). A nosotros nos interesa el tema de la san­tificación del creyente, y, en relación con él, he­mos de distinguir cuidadosamente dos aspectos:

  • La santificación que es común a todos los creyentes en virtud de su unión con Cristo, de donde se deriva su nombre de «santos» (véase Hch. 9:13 y 32; 26:10; Ro. 1:7; Fil. 1:1).
  • La santificación práctica, que es la separa­ción progresiva del creyente del pecado para vi­vir a Dios, en la medida en que aquél se vale de los medios que Dios ha provisto para tal fin.

 

La santificación posicional del creyente

 

Es un propósito divino. El apartamiento de los creyentes para Dios «en Cristo» es una parte esencial del gran plan divino: «En esta voluntad somos santificados mediante la ofrenda del cuer­po de Jesucristo hecha una vez para siempre» (He. 10:10 con 13:12; Jn. 10:36; 17:19; 1 Co. 1:30; 6:11; 2 Ts. 2:13; 1 P. 1:2).

 

Su base es la Cruz y la resurrección. El pa­saje central sobre la santificación se halla en Ro­manos 6 a 8. Ante la pregunta tendenciosa de «¿Perseveraremos en el pecado para que la gracia abunde?», el apóstol Pablo contesta: «En ningu­na manera, porque los que hemos muerto al pe­cado [en Cristo], ¿cómo viviremos aún en él?». Apela luego a la figura del bautismo cristiano (por inmersión, desde luego, según su significado etimológico y de acuerdo con la práctica apostó­lica) para demostrar que todos los creyentes a quienes se dirigía, en el acto inicial de su profe­sión cristiana, habían expresado su identificación con la muerte y la resurrección de Cristo, y, por consiguiente, su separación del pecado para vivir para Dios. La misma verdad se enseña en Colosenses 2:11-13; 3:1-4.

 

La santificación práctica del creyente

 

Nuestra santificación práctica es también la voluntad de Dios (1 Ts. 4:3 y 4), quien quiere que «seamos lo que somos». El apóstol Pedro recuer­da a los creyentes lo que está escrito en la Pala­bra de Dios: «Sed santos, porque yo soy santo» (1 P. 1:15 y 16; véase Ef. 4:24; 1 Ts. 5:23).

 

Esta santificación práctica se efectúa por la apropiación por la fe de lo que Dios ya ha rea­lizado en Cristo mediante la Cruz y la resurrección. Un versículo muy importante, a este respec­to, se halla en Romanos 6:11: «Consideraos muer­tos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Je­sús, Señor nuestro». El hecho depende de la obra de Cristo, pero nosotros hemos de «tomar en cuenta» («considerar») este hecho cuando surgen las solicitaciones de nuestra carne al mal, dicien­do para nosotros mismos: «Estoy muerto a aque­llo que reconozco como cosa del viejo hombre; por lo tanto, he de escoger el camino de la volun­tad de Dios en el poder de la vida de resurrec­ción.»

 

El poder para la santificación práctica se halla en la persona del Espíritu Santo, quien nos libra de la «ley del pecado y de la muerte» (véase Ro. 8:2; Gá. 5:22-25; Ef. 3:14-21). El creyente «carnal» es aquel que no ha sabido contemplar la perfección de la obra de la Cruz y de la resurrec­ción relacionada con la victoria sobre el pecado, y, por lo tanto, no ha apropiado por la fe su po­sición como muerto para el pecado y vivo para Dios. El Espíritu Santo, entristecido, no puede efectuar toda su obra en el tal creyente, quien anda conforme a la carne y no conforme al Espí­ritu.

 

Los medios para seguir la santificación prác­tica. Además de los que anteceden, podemos no­tar los siguientes:

  • La contemplación de la gloria del Señor en el poder del Espíritu Santo (2 Co. 3:18).
  • La Palabra de verdad. En Su oración intercesora, dijo el Señor Jesús: «Santifícalos en la verdad: tu palabra es la verdad» (Jn. 17:17). (Véase Sal. 119:9-11.)
  • La separación práctica del mundo (2 Co. 6:14-18; 2 Ti. 2:19-21; 1 Jn. 2:15-17).
  • La diligencia por parte del creyente (2 Co. 7:1; 2 P. 1:1-10).
  • La oración en el Espíritu Santo, con la evidencia de hablar en lenguas (Hechos 2:1-4; Romanos 8:26).

 

La santificación en los escritos del apóstol Juan

 

Pablo deduce la doctrina de la santificación del hecho de nuestra unión con Cristo en Su muerte y en Su resurrección, mientras que el apóstol Juan se fija en la nueva naturaleza del hijo de Dios que ha sido «engendrada» en el creyente por el Padre mediante la vivificación de la semilla de la Palabra por el Espíritu Santo. Esta nueva na­turaleza, por ser de Dios, «no peca». Nuestra dig­nidad de «hijos» exige la justicia práctica y el amor hacia los hermanos (1 Jn. 3:6-9; 2:29; 4:7; 5:4 y 18).

 

La meta de la santificación: el tribunal de Cristo

 

El Nuevo Testamento nos revela que todos los creyentes tendremos que dar cuenta de los actos de nuestra vida como cristianos delante del tri­bunal de Cristo «en aquel día». En virtud, pues, de esta verdad solemne, el apóstol Pablo exhorta a los creyentes a «que sean confirmados sus cora­zones, de modo que sean irreprensibles en santi­dad...» (1 Ts. 3:13). (Véase Fil. 1:6-10; 2 Co. 5:10; 1 Ts. 5:23; 1 Jn. 4:16 y 17.) La cita de 2 Corintios 5:10 debe leerse: «Es menester que todos noso­tros seamos manifiestos ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba según lo que hubiera hecho por medio del cuerpo, ora sea bueno o malo.» Todo disfraz se quitará, y el fingimiento será imposible en «aquel día», ya que estaremos bajo el ojo escrutador del Maestro de nuestro ser­vicio. El santo temor que engendra este pensa­miento es, en sí, un poderoso aliciente hacia la vida de santidad práctica, como lo es también la promesa de la venida del Señor, pues «todo aquel que tiene esta esperanza en Él [la de ver al Señor y ser semejante a Él] se purifica a sí mismo, así como Él es puro» (1 Jn. 3:3).