LA PERSONA DE CRISTO

 

El hecho histórico

 

El gran hecho histórico de la manifestación de Cristo es innegable, pues las investigaciones mo­dernas han establecido el carácter histórico de los Evangelios y han dado al traste con la teoría de una «leyenda». ¿Qué explicación se ha de dar de esta vida que tanto descuella entre todas las figuras de la historia? Los materialistas, en su aran de negar una revelación sobrenatural, pro­curan hacer ver que Jesús era un hombre bueno, maravillosamente dotado de poderes espirituales y religiosos, pero hombre al fin. Esto es contrarío a toda la evidencia, porque se presenta en los Evangelios, tanto en las palabras del Señor mis­mo como por la apreciación de quienes mejor le conocían, como Dios manifestado en carne. Si se hacía «Dios» cuando no lo era, entonces distaba mucho de ser un «hombre bueno» y no sería más que el mayor impostor de los siglos.

 

Nosotros, desde luego, aceptamos con humil­dad y fe el hecho de Cristo tal y conforme se nos presenta en los escritos sagrados, pero hemos de tener en cuenta que creyentes en todo tiempo han caído en errores sobre la Persona de Cristo por no fijarse bien en todo lo que la Palabra dice de Él.

 

Comprendemos que siempre habrá una parte de este misterio que sólo Dios puede profundizar, según la declaración del Señor Jesús: «Nadie cono­ce quién es el Hijo sino el Padre; ni quién es el Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo lo quie­re revelar» (Le. 10:22). Pero eso no nos excusa de meditar en lo que se ha revelado, que se puede re­sumir de esta forma: «En Cristo hay dos perfectas naturalezas, la divina y la humana, en una sola Persona, Jesucristo Señor nuestro.» Algunos han subrayado Su divinidad a expensas de Su huma­nidad, y otros han caído en el error contrario. Es necesario, además, evitar a toda costa la idea de que Cristo fuese en parte Dios y en parte Hombre, ateniéndose a lo revelado, que manifiesta Su ple­na divinidad y Su perfecta humanidad. Considérense bien los pasajes siguientes: Juan 1:1-4, 14 y 18; Colosenses 2:9; Hebreos 1:1-4; 1.a Juan 5:20 y Romanos 9:5.

 

La Encarnación

 

La divinidad y la humanidad se manifiestan prácticamente en toda la vida del Señor Jesucris­to, pero la explicación de la vida se halla en el misterio de la Encarnación, o, mejor dicho, la vida y el relato bíblico del nacimiento se explican mutuamente, y lo uno sin lo otro sería incom­prensible. Jesús nació de la bienaventurada vir­gen María por obra y gracia del Espíritu Santo, según la preciosa anunciación del ángel Gabriel (Le. 1:35). La humanidad que recibió de Su ma­dre fue real, pero libre de la mancha del pecado original. La unión del Hijo Eterno con la hu­manidad así recibida es un misterio que sólo la mente de Dios alcanza.

 

Necesariamente, el modo de manifestarse la divinidad era distinto en la vida humana que en la gloria del Cielo, pero su plenitud estaba siempre presente, y el poder divi­no se ejercía tantas veces como se requería para el cumplimiento de la voluntad de Su Padre (Fil. 2:6-8).

 

La manifestación de la deidad

 

Declaraciones del Señor mismo. Nótense, entre otras muchas, las siguientes: «Antes que Abraham fuese YO SOY» (Jn. 8:58). «Yo y el Pa­dre uno somos» (Jn. 10:30). «El que me ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn. 14:9). La deidad del Señor se presenta especialmente en el Evangelio según San Juan, pero la enseñanza es igual en todos, como vemos por la declaración de Cristo ante el Sanedrín (Mr. 14:61 y 62).

La divinidad está implícita en las invitacio­nes evangélicas del Señor, ya que Él se ofrece a sí mismo como Fuente de paz, vida, perdón y salva­ción (Mt. 11:28; Jn. 5:40; 7:37; 14:6, etc.).

 

El testimonio de los evangelistas. Las narra­ciones de los testigos oculares de la vida de Jesús nos proveen abundante evidencia de Su divini­dad: 1) Cristo admitió en varias ocasiones la ado­ración de los hombres (Le. 5:8; Jn. 9:38; 20:28, etc.); y 2) los milagros evidencian el poder divino, ya que se distinguen de las grandes obras de los profetas y apóstoles por su espontaneidad y por la autoridad personal del Señor. Así, llamó a la vida a Su amigo Lázaro porque Él era, en Su Per­sona, «la resurrección y la vida» (Jn. 11:25, 40, 43 y 44). Por eso el Señor Jesús apeló a Sus obras como evidencia irrechazable de la calidad de Su Persona (Jn. 14:11; 15:24, etc.).

 

La realidad de Su humanidad

 

Vemos muy claramente por el relato de los Evangelios que Jesús pasó por las experiencias normales de una vida humana, aparte del peca­do. Nació de madre humana, creció en sabiduría y en edad; padecía hambre, sed y cansancio; co­mía y dormía. Se afligía y se gozaba en Su espí­ritu y en Su alma. Fue tentado del diablo, pero sin ceder a la tentación, y, como Siervo de Jehová, vivía una vida caracterizada por la oración y la fe, pues nunca empleó Su poder divino para eludir las consecuencias de Su humanidad. Por fin murió y fue sepultado. Su humanidad no cesó con la resurrección, sino que existe glorificada a la diestra de Dios: Hay «un solo mediador entre Dios y los hombres: Jesucristo hombre» (1 Ti. 2:5; Le. 24:37-40, etc.).

 

La importancia de la Encarnación

 

La doctrina de la Encarnación es piedra angu­lar de la revelación cristiana, sobre la que se fun­da toda la obra de la Redención. Examinaremos su relación con la obra de la Cruz en estudios posteriores.