LA GRACIA, LA FE Y LAS OBRAS

 

Definición

 

En estudios anteriores hemos hecho referencia repetidas veces a los grandes conceptos de la GRACIA divina y la FE, con el principio opuesto de las OBRAS muertas de los hombres (He. 6:1; 9:14), pero es conveniente volver a definirlos en este estudio buscando la relación que existe entre ellos, pues de la debida comprensión de estos tér­minos, relacionados con la obra de la Cruz, de­pende la eficacia y la claridad del anuncio del Evangelio.

 

La gracia divina es el favor de Dios, al impulso de Su amor, hacia el hombre que nada ha mere­cido, de modo que llega a ser la fuente de donde fluye el caudaloso río de la salvación en todos sus aspectos, y el origen de todo bien para el hombre. La gracia divina es mucho más que una mera be­nignidad, pues, tratándose del favor del Dios so­berano y omnipotente, pone en movimiento todos los recursos de la divinidad y lleva a feliz térmi­no todos Sus buenos propósitos en orden al hom­bre. De la fuente de la gracia brota la obra de la Cruz, la gloria de la Resurrección, el descenso del Espíritu Santo, la formación de la Iglesia, la derrota final del mal y la inauguración de la nueva creación.

 

La fe (aparte ciertos sentidos secundarios) es el comple-mento en el hombre de la manifestación de la gracia de parte de Dios. La rebeldía y la in­credulidad oponen una barrera a la operación de la gracia divina; la fe hace que el hombre acepte el mensaje de Dios y descanse totalmente en la persona de Cristo, ofrecida en el Evangelio como única base de la fe verdadera, permitiendo así que la obra de gracia se realice en el corazón del creyente. La confianza del alma en Cristo, que es la esencia de la fe, establece una unión vital entre Cristo y aquel que acude a Él, de tal forma que todo lo que es Cristo, y todo el valor de Su obra, llega a ser la posesión personal e inalienable del creyente.

 

Las obras del hombre son las actividades del hombre carnal, sean «malas» o sean «bue­nas» según el criterio del hombre caído. Es fácil comprender que las malas obras acarrean conde­nación y muerte, pero las Escrituras enseñen con igual claridad que aun las «buenas obras» del hombre carnal son inútiles para conseguir la sal­vación y pueden llegar a ser un estorbo para re­cibir con fe la obra de Dios en Cristo, ya que, obrando el hombre, no deja obrar a Dios. El Evangelio exige que el hombre se rinda sin condi­ciones a Dios, y, que extienda sus manos vacías para recibir de Él la vida eterna. De manera que la salvación es por fe, y no por obras, aunque las obras demuestran la clase de fe que poseo como creyente (Efesios 2:8;

 

La gracia divina

 

Partiendo de la base de la definición que ya he­mos adelantado, podemos notar lo siguiente:

 

El origen de la gracia. «Gracia y paz a voso­tros, de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucris­to» (Ro. 1:7). He aquí la hermosa y típica frase con la cual Pablo solía saludar a las iglesias y a sus colaboradores en la obra, y que nos hace ver que el Padre y el Hijo Jesucristo son conjunta­mente los autores de la gracia, que fue provista por el Padre, traída y manifestada por el Hijo y hecha eficaz en el corazón del creyente por el Es­píritu Santo (Jn. 1:17; 2 Ti. 1:9; He. 2:9; 10:29). De paso podemos notar que las salutaciones de Pablo son una demostración de la divinidad del Señor Jesucristo, ya que es inconcebible que la gracia procediera de quien no fuese Dios.

 

El alcance de la gracia. 1) Potencialmente pone la salvación al alcance de todos los hombres: «Porque la gracia de Dios se ha manifestado para salvación a todos los hombres...» (Tit. 2:11). 2) Basta para la salvación del peor de los pecadores que se arrepiente y cree en Cristo, según el ejemplo que tenemos en la conversación de Saulo de Tar­so (1 Ti. 1:12-16).

 

Véase también Lev. 23:39-43) Como consecuencia lógica de la definición que hemos adelantado se relaciona con todos los as­pectos de la obra de Dios a favor de los hombres (Ro. 3:24; Gá. 1:15; Hch. 15:11; Ef. 2:5-8, etc.). 4) Convierte al trono de juicio en trono de gracia para el creyente, y es la fuente de todo consuelo y de su socorro (He. 4:16; 2 Co. 12:9). 5) Es el poder y la sustancia de todos los dones, que se llaman “charismata”, o sea, «operaciones de gracia», como también de todo servicio eficaz (1 Co. 15:10; Ro. 12:6). Todo esto se incluye en «las abundantes ri­quezas de su gracia» (Ef. 2:7).

 

El ejemplo excelso de la gracia. «Porque ya conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que por amor a vosotros se hizo pobre, siendo rico, para que vosotros con su pobreza fueseis en­riquecidos» (2 Co. 8:9). ¡Tal es la gracia que ha de reflejarse en la vida de los creyentes! (2 P. 3:18).

 

La fe

 

Significado de la fe. La palabra griega pistis («fe») y el verbo correspondiente (pisteuo) se emplean casi 500 veces en el Nuevo Testamento, lo que da la medida de la importancia del prin­cipio que hemos señalado arriba. Aparte de algu­nos casos secundarios en que significa «fide­lidad», se pueden distinguir dos aspectos muy relacionados en el uso de estas palabras: 1) Por un movimiento del ser humano, en el que entra tan­to la inteligencia como la voluntad, se asiente a la declaración del Evangelio; y 2) por un acto análogo, el alma confía totalmente en la persona del Salvador. «La fe viene por el oír; y el oír, por la palabra de Dios» (Ro. 10:17); pero la recepción del mensaje pasa a ser confianza total en una per­sona: «Yo sé a quién he creído...» (2 Ti. 1:12). Abraham recibió la promesa de Dios, pero su jus­tificación resultó de su fe en Dios: «Y creyó Abra­ham a Dios y le fue atribuido a justicia.» Por pa­dre de muchas gentes te he puesto: delante de Dios al cual creyó...» (Ro. 4:3, 17).

 

La fe es el medio de la salvación en todos sus aspectos. Como hemos visto, es la actitud del hombre que corresponde a la gracia que procede de Dios y nace de la comprensión de la nulidad de todo esfuerzo humano, combinando con la vi­sión de la suficiencia total de Dios y de Su obra en Cristo. Dios por Su gracia ofrece la salvación al hombre; éste por su fe la hace suya. No puede haber verdadera fe sin la humildad, y por eso el Señor declara que hemos de volvernos como ni­ños para entrar en Su Reino (Mt. 18:3; Hch. 16:30 y 31; Jn. 3:16-18, etc.).

 

Sin la fe no puede haber poder ni bendición en la vida del creyente.El mismo principio que nos une con Cristo para recibir la salvación, man­tiene el contacto con Dios a los efectos de todos los aspectos de la vida y del servicio del cristiano, hasta tal punto que Pablo declara: «Todo lo que no proviene de fe es pecado» (Ro. 14:23; véase también He. 11:6). A la fe que nos relaciona con Dios, corresponde el amor que nos pone en con­tacto con el hombre; así que «la fe obra por el amor» (Gá. 5:6). Si la fe se debilita, el contacto con Dios se dificulta, y el poder divino no fluye ni se manifiesta en la vida del creyente. Al hombre de fe que se halla en los caminos de la voluntad de Dios, todo le es posible (Mr. 9:23; Le. 17:5 y 6).

 

Las obras humanas

 

Las obras humanas surgen de la «carne». La actividad total del hombre caído surge de la «carne» (la vieja naturaleza del hombre heredada de Adán), y los que están en la carne no pueden agradar a Dios (Ro. 8:7 y 8). Por consiguiente, no sólo las obras malas del hombre son abominables delante de Dios, sino que también sus mejores justicias son como «trapos de inmundicia» (Is. 64:6), ya que es un hecho real que todos los hom­bres se han descarriado como ovejas y que ningu­no, por naturaleza, es justo delante del divino Juez (Is. 53:6; Ro. 3:10 y 12). Ya hemos visto en el capítulo 5 que eso no quiere decir que el hom­bre sea incapaz de realizar actos nobles en rela­ción con sus semejantes, sino que toda obra hu­mana lleva en sí el germen del pecado inherente en el hombre y no puede presentarse delante de Dios en estas condiciones.

 

Son inútiles para la salvación del hombre. El apóstol Pablo, haciendo referencia a las obras de la Ley, dice enfáticamente que si al hombre le fuese posible conseguir la justificación (o la sal­vación) por su bien hacer, «entonces por demás murió Cristo» (Gá. 2:21). El Señor Jesús «consu­mó» la obra de salvación en la Cruz, y el pobre pecador no puede añadir nada a ella para salvar­se: «no por obras, para que nadie se gloríe» dice la Palabra de Dios (Ef. 2:9; véase 2 Ti. 1:9; Tit. 3:5).

 

Son un obstáculo para el hombre religioso, ya que éste confía en sus propios méritos y no acepta por fe la salvación que Dios le ofrece gra­tuitamente en la persona de Su Hijo Jesucristo. Los tales pretenden justificarse a sí mismos; pero Dios no los puede aceptar en su actitud orgullosa. Dijo el Señor a los religiosos fariseos: «Vosotros sois los que os justificáis a vosotros mismos de­lante de los hombres; mas Dios conoce vuestros corazones; porque lo que los hombres tienen por sublime, delante de Dios es abominación» (Le. 16:15). Esta actitud de justicia propia fue el gran obstáculo para el pueblo de Israel (Ro. 10:3; véa­se también Le. 18:9-14).

 

Las buenas obras en el poder del Espíritu Santo son el fruto de la vida nueva. Desde luego lo dicho hasta aquí no quiere decir que Dios no de­see las buenas obras del hombre, sino que éstas deben ser el resultado lógico de la nueva vida de aquellos que por su fe han establecido contacto espiritual con el Señor Jesús, el autor de la vida y, por lo tanto, el orden establecido divinamente es éste: primero aceptar la vida; luego producir los frutos de justicia por el poder del Espíritu Santo que nos es dado al creer (Gá. 5:22). Pablo dice que no somos salvos por medio de nuestras obras, pero sí que el creyente, ya salvo, está lla­mado a andar en buenas obras, «las cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas» (Ef. 2:9 y 10; véase Mt. 5:13-16; Hch. 26:20; Col. 1:10, etc.). Hacer obras para salvarnos es ha­cer lo contrario de lo que Dios ha dispuesto: es poner el carro delante del caballo.

 

La justificación por las obras.

 

Es muy cierto que, delante de Dios, lo que justifica al hombre es la fe en Cristo, quien murió y resucitó a favor del Pecador; pero esta justificación no es meramente legal, sino vital, por la íntima unión con el Señor (1 Co. 6:17); luego las obras en el creyente son las que justifican públicamente su fe verdadera en el Señor Jesús. Son la expresión de vida de uno que, habiendo estado muerto, ha revivido; desde luego, la única prueba de la vida nueva de un resucita­do es que dé señales de esa vida; de no ser así no creeríamos.

 

Éste es el pensamiento de Santiago cuando escribe su Epístola (Stg. 2:14-26). Abraham, por ejemplo, fue justificado (término legal) delante de Dios cuando creyó (Gn. 15:6), mien­tras que años más tarde «justificó» su fe sincera cuando, en obediencia a Dios, ofreció a su hijo Isaac sobre el altar (Gn. 22). «Sus obras mostra­ron su fe.» «Porque como el cuerpo sin espíritu está muerto, así también la fe sin obras está muerta.»